Ciudadano Invisible
Relato para el concurso de #historiasdelibros
Había sido un día muy difícil. A penas había logrado roer
unos huesos casi mondos, con los que no pudo calmar el hambre acuciante que le
persiguió durante todo el día.
Pesadamente, logró arrastrarse hacia el interior de aquel
viejo callejón oscuro, donde le esperaban sus harapos y los corotos que eran
sus únicas pertenencias en este mundo. Sentía el peso de la edad, de la culpa y
la miseria que aplastaban su cuerpo y su alma, por lo que apenas podía moverse
a rastras hacia el oscuro rincón que le aguardaba. En su mente, la imagen de
aquella joven le causó pena y desprecio, una mezcla de sentimientos que le
molestaba en el pecho y le mostraba con toda claridad la verdad sobre la
miseria humana.
Cuando el sol aún no había comenzado a perderse bajo el mar
de edificios de la ciudad, en la esquina más próxima a donde él estaba tirado,
apareció aquella joven. No aparentaba más de dieciocho años de edad, aunque
bien podría tener más, pues el uniforme de colegiala podría engañar a la vista.
Iba de la mano de otro joven unos dos años mayor que ella, el que parecía su
novio. Éste tenía unos aretes en las orejas y los pantalones apenas le cubrían
algo de las nalgas.
Cuando la joven pareja se acercó al anciano, éste hizo un
ademán con la mano, apenas perceptible, en forma de saludo. Siempre había
sentido cierta nostalgia por los jóvenes estudiantes, pues a pesar de la
horrible situación en que sus vicios lo habían dejado, su amor por el
aprendizaje y la cultura continuaba intacto. Muestra de esto era que su más
querida posesión eran unos pocos libros que tenía junto con sus otras cosas y
que le permitían abstraerse de la triste realidad que le rodeaba.
Los jóvenes, al ver el gesto el anciano, le dirigieron una
burlesca carcajada, pues creían que les pedía limosna. Al pasar por su lado, la
joven le propinó una patada en una pierna, mientras una muesca de asco y repulsión
le desdibujaba el rostro. Luego, ambos se perdieron calle abajo, entre otros transeúntes.
Horas después, el harapiento hombre se colocó a la entrada
de su callejón, al fondo del cual un coche de supermercado contenía sus cosas,
colocado contra la malla que cerraba el callejón. Al cabo de unos treinta
minutos, la misma pareja apareció, agarrados de manos y con sendos helados. Cuando
llegaron donde él se encontraba, parecieron no reparar en su presencia, sino
que se internaron en el callejón, ocultos por las sombras de la noche que iba
cayendo.
Desde su lugar a la entrada de aquel oscuro lugar, el viejo
escuchaba los gemidos de la chica, mientras el roce de los cuerpos revelaba lo
que su mente ya sabía. Al principio, la voz entrecortada de la joven, surgiendo
entre beso y beso, se escuchaba agitada por la excitación, pero de pronto pasó a
ser una tímida negativa, hasta convertirse en un grito de auxilio casi ahogado.
El joven le susurraba palabras amenazantes, las cuales llegaban hasta el viejo
en pequeños fragmentos. Finalmente, la voz de la joven se ahogó en un grito
inaudible, como si algo o alguien mantuviese su boca tapada.
El viejo permaneció sentado inmóvil y con la vista perdida
en la calle, donde pasaban los autos unos tras otros, o en la acera, donde los
peatones parecían no notar su presencia. Se mantuvo así, aún cuando el joven
pasó rápidamente junto a él, arreglándose el cinturón y como escapando de algo.
Cuando el hambre comenzó a punzarle dolorosamente y se hizo
evidente que no conseguiría nada a aquellas horas, se arrastró hacia el fondo
del callejón, hasta su pequeño refugio. Mientras se dirigía hacia allí, sus
ojos se desviaron hasta un bulto que yacía en el suelo. Se detuvo a mirar unos
segundos, con la mirada perdida en los ojos apagados que le miraban sin verle,
luego tomó una cadena que brillaba sobre el pecho sin vida de la joven y
continuó hasta el final.
Al llegar al coche de supermercado, tomó uno de los libros
que estaban ocultos entre las demás cosas, se recostó sobre un montón de
harapos y comenzó a pensar. Al menos, al día siguiente el hambre no le ganaría
la batalla. Una visita a la casa de empeño, un buen banquete con comida de
verdad y sería hombre nuevo.
Con estos pensamientos, se perdió en la lectura de aquel
libro, agradecido de ser un ciudadano invisible, al que nadie veía, al nadie
sentía, al que nadie preguntaba nada, menos la policía.
By: Ismael Contreras
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