Una Mujer Anónima
Una Mujer Anónima
Recuerdo que la veía entrar cada mañana, todos los días, sin
faltas. A veces llegaba un poco más tarde, pero nunca faltaba a su cita en
aquella biblioteca. Yo, desde que descubrí su extraño hábito, me dediqué a
observarla, atraído por ella, por sus maneras, por la forma en que su vientre
se iba pronunciando a medida que avanzaba el embarazo; y atraído por la
curiosidad de sus actos.
Cada mañana, aquella hermosa joven de cabello castaño, un
poco alta y delgada y de facciones agradables, entraba a la biblioteca, tomaba
el mismo libro de tapas rojas y… escribía. Fue eso lo que más despertó mi
curiosidad, verla entrar allí, un mundo lleno de libros esperando ser leídos,
pero que no leía, sino que escribía siempre en el mismo libro.
Al principio, cuando comencé a trabajar allí, no le presté
demasiada atención, pero al cuarto día de notar su extraño hábito, decidí
descubrir qué era aquel libro rojo. Fue una mañana especialmente lluviosa, por
lo que la anónima mujer llegó unas horas más tardes de lo que acostumbraba. Al ver
su rostro, no supe si era la lluvia que bañaba sus mejillas, o eran lágrimas
que las surcaban. Se sentó en la mesa de siempre, con el libro de siempre, pero
esta vez en su rostro había una gran nube de pesar y tristeza que no pude dejar
de advertir a pesar de hallarme a cierta distancia.
A diferencia de las otras tres veces que la había visto,
esta vez sólo permaneció unos pocos minutos con el libro entre manos, mientras
parecía dudar o no tener las fuerzas necesarias para escribir. Al cabo de
varios intentos, pareció no poder más y salió del lugar, dejándolo sobre la
mesa de lectura.
Inmediatamente, me sentí picado por la curiosidad, por lo
que me acerqué a la mesa con la excusa, como bibliotecario que era, de colocar
el libro en su lugar. Además, sólo había una señora de edad avanzada que estaba
muy concentrada en su lectura y un señor de vestimenta y aires militares que
esperaba a estar seguro de que la lluvia había terminado realmente antes de
aventurarse a la calle.
Tomé el libro y lo abrí por la primera página. Al hacerlo,
noté que no se trataba de un libro, sino más bien de un cuaderno de tapas
duras, con las páginas rayadas como un diario. En la primera página, escrito
con letras grandes, pero claras y cuidadas, decía:
Nueve Meses de Amor
La segunda página decía algo como: ¡Qué emoción, salió positiva!, seguida de varios párrafos, todos manuscritos.
Pasé las páginas rápidamente, algo decepcionado al notar que se trataba de una
especie de diario donde aquella mujer anotaba el proceso de su embarazo. No obstante,
sentí cierta necesidad de ver la última página, aquella que la mujer había
escrito aquella mañana. Se trataba de apenas un párrafo, escrito con letra
indecisa y con varios borrones en él. Decía:
Semana 27
El doctor ha dicho que
es definitivo. Sólo si me realizo un aborto por cesárea antes de la semana 30,
tendré alguna oportunidad de vivir.
Una enorme mancha, como una gota de agua, marcaba la página.
Sentí cierta conmoción y llevé el libro a su lugar, sintiendo una gran pena por
aquella mujer.
Pasaron tres días, y la joven no había vuelto a la
biblioteca, por lo que su libro seguía allí, en el mismo lugar. Comencé a
preguntarme qué habría sido de ella, si había tomado la difícil decisión,
cuando apareció al cabo del cuarto día.
Estaba bastante delgada, con el rostro surcado por marcas de
sufrimiento y sus ojos color canela apagados. Se dirigió a la mesa que solía
utilizar y se sentó allí durante más de media hora, sola y pensativa, sin aquel
cuaderno rojo que era tan suyo. Al cabo de un rato, se dirigió al estante y
tomó el libro. Volvió a escribir en él, pero esta vez, mucho más que las veces
anteriores.
Así pues, aquella mujer regresó a su hábito, mañana tras mañana,
escribiendo en su diario. Cada día se veía más apagada, más delgada y menos
viva, como si todos los años que aún no tenía se hubiesen cernido sobre ella.
Pero un día se fue y nunca más volvió, nunca supe de ella ni
de su bebé. A veces, en los momentos en que la biblioteca tenía menos personas,
tomaba ese diario y me ponía a leer, viendo en sus páginas la historia de
aquella mujer y su embarazo, una historia que comenzó con ilusión y luz, pero
que poco a poco se fue apagando, hasta que la última página expresaba el gran
dolor que sufría ante una decisión tan difícil.
Después de varias semanas de saber que no volvería, tomé el
cuaderno rojo y lo guardé en un lugar especial de la biblioteca, donde nadie
más vería aquella triste historia.
Ya hace veinte años de eso, y aún la historia de aquella
mujer sigue presente en mi corazón. Aunque fue anónima, pues nunca supe su nombre,
nunca hablamos, quedó marcada en mi mente.
Desde hace una semana, un joven ha comenzado a visitar la
biblioteca todas las mañanas y a sentarse en la mesa que solía utilizar aquella
mujer. Siempre toma un libro cualquiera de los libreros, pero sé que no lee,
pues su mirada se pierde en un infinito frente a él. Al verlo tantas veces allí
sentado, el rostro de la mujer volvió de golpe a mí, por lo que decidí regresar
su cuaderno al lugar de siempre, pues ella merece que alguien más lea su
historia y conozca su pesar.
Hoy ha venido el joven, ha tomado un libro y se ha sentado
en la mesa de siempre. Desde el mostrador, veo el libro de tapas rojas que lee
aquel muchacho, y, mientras dos gruesas lágrimas ruedan por sus ojos color
canela, veo el mismo rostro de aquella joven que una mañana de lluvia me llegó
al corazón.
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